Un texto tardío para la exposición Tarannàs “el jardí” 

Comisario: Alberto Romero Gil – La Destil·leria
Desde el 28.09.19 al 5.11.19, Mataró

Un total de 14 piezas entre cuadros y esculturas forman la exposición Tarannàs “el jardí”, una muestra colectiva y reunida por Alberto Romero Gil en La Destil·leria. Convengamos: si el Tarannà es un concepto que identifica el estado, el carácter de un sujeto, de una cosa o incluso de un pueblo. Un hacer, destacando lo sereno, o la tranquilidad sobre ciertas cosas, entonces las obras en exposición -fuera de responder a la temática de “el jardín”- entregan, a mi parecer en su mayoría, una suerte de aura rota. Quiero decir con esto, que siendo una condición propia del espíritu creativo, el imaginario de edenes de cada artista fluye y des-confluye a su suerte en un tipo de Jardín contemplativo e insondable, contrariamente a la observación superflua y ligera de algún romántico amante de las orquídeas. Un aura rota que no responde a la mecánica de la pérdida en Benjamin, sino tal vez al aura rota de sus representaciones durante el acto mismo de la pintura, o la de sus autores y sus jardines aislados, unos con otros, no solo en la sala sino que también anteriormente en sus talleres, todos tan disímiles entre sí, que la exposición no acaba por formar una identidad ligera y de fácil lectura. Virtud de la propuesta.

La exposición es compleja y nutritiva. Se sostiene por un recorrido que no tan solo presenta un carácter epistemológico de lo roto en la obra de arte –y si acaso lo hubiera-, o de lo rajado, de lo escindido, sino que también se devela a través de la sencilla observación del conjunto expuesto. Por ejemplo, entrando por la izquierda, están dos obras de mediano formato de Marcos Cárdenas que enseñan el exterior de algún recinto con juegos de luz y sombras. En la primera, un tipo de iluminación casi ficticia con fondo oscuro, como si se tratara de la fotografía nocturna de una flor a la orilla de una piscina; y luego, en cambio la segunda, muestra el día, la calidez de un sol de media tarde con muro anaranjado, unos verdes lavados que podrían irse con el resto de luz al caer la noche. Fuera de la persecución romántica, Byung Chul-Han dice algo así como que si no dejamos actuar por completo a nuestro inconsciente es que en alguna parte tendríamos el alma rota. Hay una cuestión en estas dos piezas que me hacen pensar en que algo no acaba por completarse, hay una distancia muy grande –y no de montaje- entre lo oscuro y lo claro. En todos los casos la riqueza de esa ruptura.

Al costado de estos dos cuadros, las obras de Matías Krahn: el enfrentamiento con el color vivo, la infancia y la adultez resistidas en la fragua de lo auténtico y lo ancestral, como sí dos o más tiempos y espacialidades convivieran con la representación de estos jardines –internos- rotos. El sujeto, el pintor, la estadía de tal escisión revelada al sistema artístico que lo rige: sus jardines son ingobernables, y no constituyen ningún tipo de aura balsámica y tierna, son más bien el decir cromático de una botánica fragmentada e irrepetible. Son tres los cuadros. Son varias las flores, los astros y los niños, los tejidos cosmológicos de una evolución.

Siguiendo el recorrido, la pintura de Keiko Ogawa sugiere una ruptura elemental desde el encuentro inmediato con la postal: una arquitectura quizás olvidada, donde no hay presencia de un carácter fácil de identificar. Me sugiere una imagen insonorizada por el ojo que la pinta, que la describe. Es el anti-jardín de Ogawa. Una pieza que no se descubre en diez segundos. Luego, a su costado, haciendo casi esquina en la sala, una instalación de Sophie Aguilera que sorprende por el carácter de la porcelana florida, fuera de alguna madriguera y dentro de un mobiliario. Ratones o ratas grandes. Hace que la obra resulte pulcra, nítida, limpia, como todo lo contrario a un jardín donde hay barro, manifestación vegetal arbitraria o alguna invención de la luz que provoque cambios en la materia. Roedores escultóricos, moldeados por lo estático y sin vida. Y en sí, tal vez la exposición de cuenta de esta ruptura con lo vivo o lo mínimo común a través de estas piezas de Aguilera, en cuanto al ensayo formalista o académico de pensar el hacer artístico en un sentido homogéneo y con ciertas clausulas impuestas a la producción. Las piezas de porcelana de la artista conviven sustancialmente entre sí, soportadas en una mesita de madera semi abierta.

Respecto a todo lo anterior, Alberto Romero Gil comisario de Tarannàs “el jardí”, explica que casi el único hecho por el cuál pueden convivir estas piezas en la galería es porque se trata de piezas artísticas, pinturas. Su idea, es el resultado de proponer diferentes propuestas para realizar Tarannàs poco semejantes entre sí. Y en concreto porque su trabajo va muy ligado a representar el mundo vegetal y le había gustado la idea de mostrar qué tenían que decir otros artistas sobre el tema. Entonces no hay una necesidad de hermanar las obras porque en la propia ruptura ya lo son: “Es como ver un grupo de amigos sentados en un banco y te puedes fijar en los detalles, unos llevan piercings otros no, unos chaqueta otros jerséis… o que todos están riendo porque comparten algo en común”, comenta.

Siguiendo el recorrido de la primera sala, la obra de Pablo Maeso acude a una mirada más social y sospechosa, una instantánea casi hiperrealista de lo que podría ocurrir entre dos palmeras. Una situación algo onírica todo centrada, menos dos mujeres que indican acción. Además de un tipo de horizonte migrado por colores sinusoidales con un comercio que te invita al vacío. Tal vez es que esta pieza habita como un corte de escena dentro de la muestra, una ventana a una vegetación estática proveniente del pasado. Hay claramente un tajo en la temporalidad.

A un costado de la pieza de Maeso y en frente de los tres cuadros de Krahn, una pintura de menor formato casi aguada, otoñal, que desmiente todo tipo de posibilidad referida a lo anterior: porque se trata de una pintura criptica y lejos de la ruptura, es en sí todo un silencio este no-jardín, el no-vivo, el no-aurático tarannà de su ser pictórico. Es como si la renuncia fuera el código de Ana García Pérez, su autora, que se manifiesta entre invernaderos vacíos delicadamente pincelados. Buen acto de fe este de la pintura. Cierra el recorrido con la obra de Alberto Romero, o tal vez, abre, esta suerte de ante-sala de las piezas del fondo de la exposición.

La obra de Romero está implícitamente rota, en partes. Es una pieza en sí performática por algunas razones: el material juega a la distorsión sin que las advertencias de lo contemporáneo sobrepasen el límite de lo romántico, porque es cierto que está presente en el color y en la forma este gesto del jardín tipo bauer o de alguna técnica ornamental alemana. La corta distancia entre la fotografía y la pulsión del pincel hacen de esta pieza un cuerpo en transformación, un tarannà inquieto que busca la luz en el papel y no en el jardín. Azules, lilas, grafitos y recortes a la sombra de la dualidad, de la postura de quien escoge un tema y termina rotulándose el aura de éste. La obra es esencialmente bella, cuidada con el aire de sus blancos y transparencias, olvidos y a-propósitos.

En la sala contigua que da al patio de La Destil·leria, hay cuatro artistas que cierran la exposición. María Lería nos enseña una mujer que observa un jardín desde el interior de una casa y a través de una veladura que no termina por demostrar que esté dentro. Es esta sensación tajante de lo que está afuera o en el interior de algo, de lo externo y lo doméstico, lo de más allá o lo de más acá, esa proximidad con el trance del ojo, está lo que determina la disociación del tarannà de Lería, a modo de vidente, como si quisiera comunicar una imposibilidad del paisaje o por querer llegar a la ventana del cuadro que no vemos; un cierto rasgo onírico acompaña el retrato de esta contemplación.

La obra de Albert Vidal, al fondo de la sala casi saliendo al patio, y no por casualidad colgada a un costado de la puerta trasera de La Destil·leria. Vidal ofrece a la mirada del espectador un –posible- fragmento de un laberinto. No hay nada que ocultar. La entrada podría ser la salida y viceversa. Una numeración azarosa o acaso una influencia dataísta subraya el cuadro, inscribiendo a esta botánica en el primer plano de una película sin Ícaro. Y al final, en un ángulo perdido, tres obras de Paula Acosta dando aviso de la furia (f1) con la que la flora (f2) y la fauna (f3) podrían desenvolverse en un territorio por encargo: la vida de los pintores suele ser una fuerte lucha contra sí mismos, y en casi todas las artes. Por tanto, me atrevería a decir que no hay territorio trazado de aquella manera como en la infancia, ese lugar yermo donde el acto de la pincelada ocurre sin mesura. Porque la vital fuerza de una energía pura es también oscura (f1+f2+f3). Estas pinturas de Acosta sin duda tienen el aura rota y la última pieza: una escultura que tiende a aparecer y desaparecer dentro de la galería.

Toda la exposición está trazada, a mi sentir, por esta dialéctica de lo fragmentado. La conjunción no ocurre a la fuerza, confluyen únicamente por como dice su curador, son pinturas, esculturas, obras. Lo demás, es la escisión del edén, propia de la configuración de cada artista. Un texto tardío para la exposición Tarannàs “el jardí”, sin títulos de obras y pronta a su desmontaje. Porque así funciona lo que no es homogéneo, lo que no ha sido capitalizado por la mirada, es un acto mucho más espontáneo y desinteresado que el que propone la manipulación de un sistema al borde. Una exposición que se puede visitar desde su pasado, ningún jardín está allí presente; el carácter de lo sereno, de lo mudo, de lo roto, se deja escribir con el aura de otro ser que ha tomado apuntes deliberados sin querer fingir su derrota ante tan dispersa y bella conjunción de universos Tarannàs: la ruptura se sienta en una banca con amigos y de paso todos juntos contemplan, un brote verde que le sale a alguno por la chaqueta.

Pía Sommer, Mataró, 2 de noviembre 2019.

Imagen 1. Escultura, Sophia Aguilera. Imagen 2. Pintura, Matías Krahn.